viernes, 29 de mayo de 2009

Educar en libertad y fijar límites: son compatibles

Los niños necesitan pautas claras y definidas para poder crecer seguros, necesitan de un referente o modelo que les enseñen cómo actuar y resolver obstáculos.

Cuando eres padre o madre, una de tus principales funciones es educar a tus hijos. Descubres que, en el proceso, debes enfrentar al menos dos retos: tus propias incertidumbres y la particularidad de cada uno de tus hijos.
La educación de los hijos es uno de los temas que más inquietudes genera en los padres. Y es que no existe un manual definitivo porque cada hijo es una realidad muy particular.
Para simplificar, es bueno empezar observando el principio “¿Qué es educar?”
Educar tiene dos raíces etimológicas: por un lado significa “traer fuera lo que se halla oculto” , o, en otras palabras “desarrollar todas las capacidades y facultades de forma libre y consciente, sacar lo que potencialmente se es para caminar hacia la plenitud”.
Por otro lado, también significa “nutrir, alimentar, actividad de promoción activa para que otro saque todo lo que tiene en sí”.
Para educar, primero hay que respetar la particularidad de cada hijo. Como padres, estamos llamados a sostener, guiar, para que nuestros hijos puedan crecer desplegando los dones que traen desde su singularidad. Para eso necesitamos cariño y firmeza.
Se dice que somos la principal fuente de educación. Es así por dos elementos propios en nuestra relación con nuestros hijos: el vínculo afectivo y el ejemplo. En esto radica la importancia de nuestra influencia como padres. De ahí que la familia siga siendo el principal agente educador, que deja la huella más profunda en la persona. La educación en la familia se da en un entorno fuertemente afectivo, donde las relaciones entre padres e hijos tienen la cercanía de lo cotidiano, de la intimidad, de la cercanía física y emocional a través de las diferentes etapas del desarrollo.

Aprendamos a ser autoridad
Ser autoridad implica hacerse responsable y, por tanto, ser soporte, punto de apoyo. Es un sostener para que el que es sostenido crezca. Sostenemos dando contención a nuestros hijos, trasmitiéndoles no solo conocimientos sino también valores, creencias, actitudes, habilidades sociales, hábitos de conducta y el espacio para que puedan ser lo que están llamados a ser.
La educación que impartimos, por el vínculo afectivo y testimonial, no es una educación cualquiera, es un legado que será la herencia para nuestros hijos, porque marcará su manera de entender y enfrentar la vida.
El reto es saber sostener, apoyar, guiar a cada hijo para que crezca desde sus características particulares. Podemos seguir unas mismas pautas pero el modo de aplicarlas va a variar según cada hijo e hija.

Algunas recomendaciones al momento de educar:

1. Perder el miedo a ser autoridad. No hay educación sin autoridad. La autoridad tiene como objetivo la libertad de la persona. Por lo tanto, la autoridad paterna y materna debe ser ejercida desde el cariño, el respeto, el estímulo y la paciencia, para favorecer el crecimiento y despliegue de hijos e hijas.
Algunos tips: siempre hablar claro, establecer pautas claras y ser coherentes entre lo que se dice y se hace. Todo esto, en un contexto de afecto.
2. Vivir el respeto. Si educamos teniendo como centro la persona, debemos esforzarnos en vivir el respeto Porque en el acto de educar prima el deseo de entender qué necesita el niño para que pueda cumplir nuestras indicaciones. La clave para corregir desde el respeto es hacer la corrección con el mismo tono de voz con el que conversamos con nuestro hijo. El tono de voz y la actitud de cercanía le permitirán reconocer lo que se espera de él sin que se sienta rechazado o poco querido.
3. Tener una actitud firme. Educar con firmeza es expresar las ideas y aplicar las medidas con seguridad y serenidad. La firmeza va respaldada por la convicción y, por lo tanto, por la acción. Cuando somos firmes no tenemos miedo de cumplir con lo acordado, porque sabemos que nuestro actuar está basado en el amor a nuestro hijo y que, por lo tanto, todo lo haremos para su bien. Desde un adecuado ejercicio de la autoridad, la firmeza es comprendida como claridad y seguridad en las pautas que se dan. Los niños necesitan pautas claras y definidas para poder crecer seguros, necesitan de un referente o modelo que les enseñen cómo actuar y resolver obstáculos.
A veces, por temor a perder el cariño de nuestro hijo o su amistad, dudamos en ser firmes o en cumplir con los límites establecidos. ¡Estrategia errada! Lejos de hacerles un bien, perdemos la oportunidad de que aprendan a autoconocerse y ser responsables, al entender que sus actos tienen consecuencias. Nuestra firmeza cariñosa trasmitirá a los hijos la tranquilidad que necesitan para sentirse seguros, porque saben que cuentan con alguien superior que los guiará con seguridad y fortaleza hasta que ellos puedan valerse por sí mismos.
4. Ser simples. La seguridad que transmitimos a nuestros hijos se refuerza cuando sabemos dar razones sencillas y lógicas a las normas que aplicamos, respetando su etapa de desarrollo. Con esta manera de educarlos deseamos que entiendan la razón de la conducta y la asuman como propia. Pero esto no significa que tenemos que explicar todas las medidas que establecemos. Si caemos en el diálogo tortuoso y prolongado, el acto por el cual queremos ejercer la autoridad pierde fuerza y corremos el riesgo de perdernos en otros temas.
Hay situaciones en las que, por ser repetitivas, por haber sido explicadas con anterioridad, o porque la situación exige una inmediata intervención, no es necesario explicarlas y se puede utilizar un argumento que descanse en el recto uso de la autoridad: “Por que soy tu mamá (o tu papá) y lo digo yo”. Esto solo se pude dar si los padres saben asumir su propio rol de líderes ante sus hijos, y dependerá de la seguridad con que ejercen este rol. Esta frase tiene sustento si existe un vínculo de afecto, respeto y aceptación sano entre padres e hijos.
5. Señalar el acto, no a la persona. Cuando corrijamos es importante diferenciar entre lo que ellos hacen y lo que son. Basta con señalar la conducta que se quiere cambiar y no poner calificativos al hijo o hija. De lo que se trata es de señalar la conducta y la situación. Así, el niño aprende a ver sus actos como simples “hechos” que pueden ser mejorados o cambiados y que no afectan su valía personal. Desde esta actitud le mostramos que creemos en él, en su capacidad de cambio y en su deseo de mejorar cada día. Si nuestros hijos entienden que podemos escucharlos y ayudarlos sin censurarlos ni rechazarlos, que son igualmente queridos cuando se equivocan, entonces podremos contar con su confianza, porque se reconocerán plenamente amados, aceptados y educados hacia la libertad.
6. Señalar lo positivo. Esta es una pauta muy conveniente, ya que así educamos desde lo que podemos dar o hacer. Sin embargo, no hay que olvidar que educar desde lo negativo, con frecuencia, nos resulta fácil. “No toques”, “no hagas esto”. El reto de educar en positivo nos exige pensar en alternativas, estar atentos a las habilidades de nuestros hijos para potenciarlas, ofreciéndoles estrategias inteligentes de solución o de acción. Educar en positivo implica señalar las buenas obras, los logros y el esfuerzo del hijo. Exige evitar las críticas y promover un lenguaje más objetivo y claro, centrado en la capacidad de crecimiento de cada uno, recordando que todo en ellos es potencia.
7. Ser libres. La convivencia nos deja al descubierto. Nuestros hijos conocen nuestras virtudes, defectos y equivocaciones. Aprender a aceptar nuestros propios errores de manera natural y llamar a las cosas por su nombre es un acto de humildad que no solo educa sino que forma a nuestros hijos en una sana libertad. Es una lección de humanidad. Reconocer nuestras limitaciones personales sin hacer un drama de ello, aceptar la crítica constructiva para mirar hacia el cambio positivo y tener la libertad de aceptarse es el mejor remedio contra el miedo al rechazo. Si nuestros hijos aprenden a verse como son y aprenden a aceptarse con naturalidad y libertad serán capaces de centrarse mejor en la solución de los retos futuros, ya que su valía personal no estará en juego. Entenderán que los errores son propios de cualquier proceso de aprendizaje y madurez hacia la adultez.
8. Hablar asertivamente. La comunicación asertiva implica tener madurez y conocimiento personal, para ser capaces de expresar con claridad lo que realmente queremos decir, sin interferencias de tipo afectivo que den lugar a malas interpretaciones o que generen incomodidad. Para esto, es bueno conversar como esposos, coordinar, aclarar ideas y desarrollar un discurso simple y coherente. La asertividad, al ser una habilidad que evidencia un grado de autocontrol y conocimiento personal, es un buen modelador de conducta para nuestros hijos.

9. Ser coherentes. No hay aprendizaje más efectivo y contundente que el que se vive. Cuando nuestros hijos ven que vivimos como predicamos tienen la certeza de que “eso que se predica es verdad”. “Papá sabe, mamá sabe”. Si nuestra coherencia de vida se da en torno a los valores, esta será la mejor herencia que podremos dejar a nuestros hijos. Además, la coherencia da seguridad y fortalece la confianza, ya que nuestro hijo o hija reconoce y ve que sus padres pueden vivir como enseñan, y que son felices así, por lo tanto “lo que dice papá debe ser verdad”.

Por último, no olvidemos que, si bien somos responsables de la educación de nuestros hijos, ellos son los verdaderos protagonistas del proceso.
No asumamos con preocupación esta tarea. Llevémosla a cabo centrados en el amor que les tenemos (que no es ceder a todo lo que nos pidan o evitarles algún fastidio) y con responsabilidad, instruyéndonos en estos temas para poder apoyar a cada hijo en su camino hacia la madurez personal.

1 comentario:

  1. excelente gracias por tus comentarios muy de acuerdo en todo julia

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