jueves, 28 de mayo de 2009

Abrirnos al diálogo

Muchas veces, de manera paradójica, nuestros diálogos no pasan de ser monólogos porque nuestra capacidad de escucha es muy pobre. Los factores que causan esto son una infinidad: preocupaciones de todo tipo (económicas, sociales, afectivas, valorativas), problemas antiguos, hábitos de pensamiento, actitudes negativas, miedos, fobias, conflictos irresueltos, etc.
La ausencia del diálogo es básicamente incapacidad de amar. Cuando se da en un matrimonio las personas comienzan a buscar por otro camino la satisfacción a sus necesidades básicas y se hunden en la búsqueda desordenada del placer, del tener o del poder. En el presente fascículo trataremos de ver más en concreto cómo ocurre esto, con la finalidad de estar advertidos y emprender un trabajo serio y eficaz por mejorar nuestro diálogo conyugal y así crecer en el amor.
1. ¿Cómo nos cerramos al diálogo?
Un texto que muestra de manera gráfica e ingeniosa las actitudes de falta de escucha es El Principito de Antonie de Saint Exupéry1. La historia es la de un aviador perdido en el desierto que se encuentra con un misterioso niño. El diálogo que se establece entre ambos está lleno de una inmensa riqueza y sabiduría expresada en los términos más simples. En un momento de la historia el Principito, que así se llamaba el niño, le cuenta al aviador que había visitado varios planetas pequeños. Este recorrido es una especie de lista de actitudes cerradas al diálogo y al encuentro con el otro. Veámoslas una por una.

a. El rey (y la reina)
Es un personaje para el que «el mundo está muy simplificado: todos son súbditos suyos». Él es el que tiene el poder y por lo tanto, todos deben someterse a su autoridad y obedecerlo. Representa ese tipo de personas que no soporta que las cosas no salgan como ellos quieren. Suelen ser muy justicieras y rígidas. El rey le propone al Principito ser ministro de Justicia para condenar a muerte y absolver a una vieja rata que hay en su planeta. Como gran oferta le dice: «Así su vida dependerá de tu justicia».
Lo doloroso de esta actitud es que se apli ca también a sí mismo y hunde a la persona en la incapacidad de ver el mundo y a los demás: «no conozco mi planeta porque no tengo espacio para una carroza y me fatiga caminar», dirá el soberano. Se trata, en el fondo, de la tentación del poder que cuando está presente en la relación conyugal la convierte en una competencia absurda por «ver quien lleva los pantalones». La benevolencia, la confianza y la verdad desaparecen del horizonte y todo se convierte en estrategia de dominación. Aparece así el afán enfermizo por buscar el poder en la vida cotidiana.
b. Él (la) vanidoso (a)
Cuando el Principito llega a este planeta es saludado como a «un admirador» por un solitario personaje: el vanidoso. Para los vanidosos todos los demás son —o deben ser— admiradores suyos. El vanidoso le dice al Principito que junte una mano con la otra —es decir que aplauda—. Cuando lo hace levanta el sombrero diciendo: «gracias, gracias». Al cabo de cinco minutos el Principito pregunta: «¿Qué tengo que hacer para que el sombrero se caiga?» que es como decir: «¿Qué tengo que hacer para que podamos dialogar?» pero «el vanidoso no lo oyó, los vanidosos sólo oyen las alabanzas».
La vanidad es la pasión por el aplauso. En el fondo encierra una gran debilidad y falta de reconciliación personal. Cuando se hace presente en la vida conyugal crea muchos conflictos por el alto grado de susceptibilidad que genera. La verdad es puesta de lado y no es raro que los cónyuges comiencen a buscar aprobación en otro lado, traicionando así su vocación y su fidelidad. La vanidad está directamente relacionada con la búsqueda desordenada de tener.
c. Él (la) borracho (a)
«Esta visita sumió al Principito en una gran melancolía» comienza diciendo Saint Exupéry en la narración del encuentro con el borracho. Estamos ante un personaje muy triste y absurdo. Ante la pregunta sobre por qué bebe, el borracho responde que es porque «tiene vergüenza de beber». Es el ciclo mortal del vicioso. La búsqueda desordenada del placer termina encerrando a la persona en un círculo absurdo y profundamente egoísta. El mismo placer es distorsionado al no compartirse y comienza a exigir cada vez mayores dosis para seguir sosteniendo la felicidad falsa y huir de la depresión que genera.
Cuando los cónyuges no trascienden y el placer se convierte en la razón de ser de sus decisiones, el diálogo desaparece. Se hablará de cosas y situaciones pero nunca de lo esencial. El mundo de los valores y el crecimiento personal se borra del horizonte y se produce un «cómodo» egoísmo de dos. Como cantaría Fito Paez: «estar contigo es la soledad al cuadrado», y podríamos decir que a la cuarta porque es una soledad de ida y vuelta. No es raro que la conciencia remuerda, que vagamente se sienta que no todo está tan bien como quisiéramos. Pero la comodidad, como un opio muy eficaz, vuelve a convertirse en la única realidad importante ¡Cuántas cosas ocultas en la vida familiar que nunca se enfrentan por miedo a incomodar!
No se trata de buscar la incomodidad. Quede claro que la búsqueda del bienestar es algo sano y sensato. El problema aparece cuando no se tiene otro horizonte. Entonces la mediocridad campea y la vida conyugal se hace gris y hasta cierto punto cínica. Se requiere mucho valor, paciencia y sensatez para salir de las situaciones conflictivas. Enfrentar la verdad duele y requiere delicadeza y prudencia de ambas partes.
d. El hombre (y la mujer) de negocios
Este es casi un paradigma de la época. Un señor gordo y rojo que en la soledad de su pequeño planeta en el que solo hay lugar para un escritorio se dedica a sumar y a alucinar que es dueño de las estrellas porque las cuenta y recuenta sin enterarse siquiera de que tiene el cigarro apagado y que no tiene tiempo para encenderlo. Al Principito le parece totalmente inútil: «Yo soy útil para la flor que poseo, tú no eres útil para las estrellas que dices poseer porque pones su número en un papel y lo encierras en un cajón con llave». Al final, el Principito piensa que «éste razona un poco como el borracho».
El activista perdido en sus propias «cosas importantes» se ha hecho ciego y sordo para las cosas realmente importantes. En la relación conyugal también aparece esta actitud como un escollo muy difícil de vencer.
La urgencia de las actividades cotidianas puede cerrarnos al diálogo. Dejamos de preguntarnos cómo estamos, si estamos contentos con el otro, si el otro está contento con nosotros, qué piensa él o ella y simplemente preguntamos: «¿Hiciste esto? ¿Pagaste aquello? ¿Recogiste lo otro? No te olvides de esto, etc...».
Como en el caso del bienestar, lo práctico tiene su lugar en la vida conyugal, no se puede negar. El problema surge también cuando las cosas prácticas terminan siendo el único contenido del diálogo. Tarde o temprano se descubre que el otro es un extraño. No es raro que se eviten los momentos de silencio o intimidad y se los supla con el televisor, las visitas, el deporte o las conversaciones con los amigos o amigas.
e. Él (la) farolero (a)
El farolero está solo en un planeta tan pequeño que sus días duran un minuto. Tiene que encender y apagar el farol a cada minuto y lo hace porque «es la consigna». Simboliza de alguna manera a los hombres y mujeres que muchas veces vivimos sin hacernos más preguntas que «¿Qué tengo que hacer?» y las respondemos con consignas más o menos claras. Lo curioso es que el farolero quiere siempre dormir pero la consigna se lo impide y por eso hace las cosas. En el fondo hace todo de mala gana. «Por consigna». Esta actitud es la rutinización de la relación conyugal. Ya no hay ilusión sino una simple colección de sobreentendidos que tiene que seguir siendo así. Quede claro que lo malo no es la rutina sino la rutinización. Es evidente que tenemos que hacer casi las mismas cosas varios días de la semana pero debemos saber descubrir en cada día una oportunidad para crecer y ser mejores. Es interesante también ver qué «consig-nas» nos impone el entorno: la moda, el consumo de bienes, el progreso económico sin mayor objetivo que él mismo, etc.
f. Él (la) geógrafo (a)
El último personaje del viaje es un geógrafo. Vive en un planeta más grande que sólo conoce por los mapas. Se ve a sí mismo tan digno que cree que su función es solamente recoger y consignar la información que le traen los exploradores. El geógrafo no consigna las flores en su trabajo «porque son efímeras» mientras que las montañas y los ríos duran mucho más. Simboliza al hombre o mujer que no se involucran realmente con la realidad, no terminan de pisar tierra y su preocupación sigue siendo teórica o abstracta en la medida en que se responde con lugares comunes. En la vida conyugal esta actitud se refleja en una suerte de afirmación de que «todo está bien» pero sin pensar en la situación concreta del otro. Se vive de principios generales y no se mira la realidad concreta. Esta actitud produce una profunda inseguridad ya que no se conoce bien al otro ni cómo está realmente la relación con él o ella.
Para empezar a dialogar cabría preguntarnos cuánto tenemos de estos personajes —u otros— y cuánto estamos haciendo por cambiar. Si no entramos honestamente en nosotros mismos buscando la verdad, y no sólo la comodidad, difícilmente lograremos establecer un diálogo fecundo.

2. Dialogar es lo mismo que madurar
Para deshacernos de los modelos que nos cierran al diálogo se requiere mucha paciencia y honestidad con uno mismo, y paralela-mente tiempo luchar por obtener las virtudes contrarias. El punto de partida es el silencio interior en el que vamos reconstruyendo lo que pueda haberse enredado. No pocas veces requeriremos ayuda, necesitamos la prudencia de pedirla a personas que nos puedan ayudar. Una clave es pensar bien del otro. Una frase que lo sintetiza es: «puede ser que lo que hace me moleste pero no tengo por qué pensar que lo hace por molestarme». Cuando uno se convence de esto se abrirá más fácilmente a escuchar al otro.

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